En una homilía de Benedicto XVI (2010), leemos estas palabras sobre la solemnidad de la Asunción: «En esta solemnidad contemplamos a María: ella nos abre a la esperanza, a un futuro lleno de alegría, y nos enseña el camino para alcanzarlo: acoger en la fe a su Hijo; no perder nunca la amistad con él, sino dejarnos iluminar y guiar por su Palabra; seguirlo cada día, incluso en los momentos en que sentimos que nuestras cruces resultan pesadas».
El Papa Pío XII, el día 1 de noviembre de 1950, definió solemnemente este dogma de fe: «Pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste». Algunos años más tarde, el Concilio Ecuménico Vaticano II reiteró: «La Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del Cielo».
Aunque el dogma fue definido en el siglo XX, la historia de la Iglesia nos dice que probablemente desde el siglo VI ya se celebraba su fiesta. No se conocen datos ciertos sobre su origen, pero es posible que se trate del aniversario de la dedicación de alguna iglesia.
Esta solemnidad nos hace elevar nuestra mirada al Cielo. Es un levantar nuestra vista desde lo terreno hacia lo eterno. Nos recuerda que el Cielo existe y que es nuestra verdadera patria. La Virgen, Nuestra Madre, nos espera allí. Quizá hoy, con una sociedad que nos tira hacia abajo, hacia lo terreno, hacia lo de "aquí y ahora", no estamos acostumbrados a pensar en el Cielo, en las cosas últimas: muerte, juicio, purgatorio, cielo, infierno. Sin embargo, hacerlo es un ejercicio muy sano, que nos sacará de las naderías de este mundo para mirar a lo que nos espera en el eterno, que es lo que realmente importa. El modo en que hayamos vivido aquí en la tierra definirá nuestra vida futura.
Al mirar a la Virgen encontramos un modelo que nos enseña cómo hemos de vivir si queremos estar con Ella para siempre en el Cielo. Su "Sí", tanto en la anunciación como al pie de la cruz, es el ejemplo que tenemos que seguir. Unidos a la toda la Iglesia, rezamos: «Dios todopoderoso y eterno, que has elevado en cuerpo y alma a los cielos a la Inmaculada Virgen María, Madre de tu Hijo, concédenos, te rogamos, que, aspirando siempre a las realidades divinas, lleguemos a participar con ella de su misma gloria en el Cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amen» (Oración de colecta - Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María).